martes, 31 de enero de 2017

EL SUEÑO DE ESTEBAN

Esteban tenía 40 años cuando intentó cruzar de nuevo a los Estados Unidos con la firme idea de llegar y trabajar de inmediato para poder liquidar sus deudas, y así ayudar a su familia a salir de la pobreza. Ocho mil pesos aproximadamente fue lo que invirtió en el viaje a la frontera, uno de sus familiares que vive allá, fue quien pagó al coyote para que lo llevara con bien hasta la puerta de su casa.

Una mañana muy temprano Esteban se levantó y tomó el desayuno junto a su esposa y su hijo, llamó por teléfono a sus familiares para indicarles que estaba próximo a partir; en el rostro de su esposa se reflejaba la tristeza por no saber cuándo lo volvería a ver, tal vez serían dos años y medio como la última vez o quizás más tiempo. 

Salió de su casa a medio día rumbo al aeropuerto, su esposa, su hijo y dos familiares más lo acompañaban, el taxi circuló por el circuito interior y después de casi 20 minutos llegó a la terminal uno del AICM, en ese entonces aún no se inauguraba la terminal número dos; las pantallas anunciaban los vuelos hacia Sonora, ahí el coyote lo contactaría para cruzarlo.

Esteban miró por última vez a su familia, los abrazó y besó, tomó su mochila y caminó hacia la puerta que lo conduciría al avión. Al día siguiente de su partida, llamó desde Sonora a su mujer y le comentó que hasta el momento todo estaba en orden, el coyote ya lo había contactado y estaba en espera de poder emprender el viaje para ingresar a la Unión Americana, que era cuestión de tiempo.

Pasaron dos días más y de nueva cuenta marcó a su esposa para decirle que aún no lograban brincar pues había muchos operativos y que si se arriesgaban los podían regresar y entonces el viaje no había servido para nada. 

Un día más y todo parecía igual, pero no fue así, Esteban llamó muy noche a su esposa para informarle que una pandilla dedicada al secuestro de migrantes los había interceptado en el camino y se había llevado a varios, que él y algunos otros habían logrado escapar, que no tenía más dinero y tendría que esperar otros días a ver si podía cruzar. 

La espera de noticias era mucha, pasó otra tarde y nada sabían de él; por fin, otra vez de noche, Esteban llamó a sus familiares para informarles que si todo salía bien esa misma madrugada cruzarían y con suerte llegarían al tan anhelado país de las barras y las estrellas.

Pasaron esos dos interminables días, nada se sabía de él, incluso sus familiares que radican en Estados Unidos marcaron a México para saber alguna noticia, pero fue en vano nadie sabía nada de Esteban. 

El domingo por la mañana la tan ansiada llamada llegó, era Esteban, su esposa con voz acongojada atendió el teléfono, pero él les tenía muy malas noticias, lamentablemente no había logrado cruzar, fue detenido en el desierto junto a varios migrantes más, así que sin duda, en cualquier momento sería deportado por las autoridades gringas. 

Sentado en la mesa junto a su esposa y su hijo, Esteban comienza a contarme la historia de su viaje frustrado, dos envases de caguama, una jarra de agua y un cigarrillo encendido también nos hacen compañía.

Cuando llegué a Sonora inmediatamente el coyote se puso en contacto conmigo, me dijo que teníamos que esperar a que llegaran otras dos personas para que juntos cruzáramos al otro lado; la verdad yo estaba muy animado, pues esta vez estaba seguro que me iría mejor que antes, prácticamente veía mi futuro asegurado y mis sueños cumplir.

El coyote se portó muy bien con nosotros, nos dio de comer y cenar, no había nada de qué preocuparnos; junto conmigo había varias personas de distintos estados, Oaxaca, Yucatán, Hidalgo y yo del Distrito Federal; conocí a un joven que compartía mi ilusión, él iba en busca del llamado sueño americano, quería hacer muchos dólares para ayudar a sus padres que se quedaron en casa, se llamaba Oswaldo. 

La primera cerveza se terminó y Esteban destapó otra para seguir contando su historia; su esposa se levantó de la mesa y preparó algo de comer; mientras él encendió otro cigarro y continuó con la narración.

Al otro día hubo mucho movimiento, el coyote nos decía que era cuestión de horas para emprender el viaje, que estuviéramos preparados, que no debíamos separarnos del grupo y lleváramos mucha agua, pues si nos quedábamos rezagados ahí nos dejaba pues no iba a arriesgar a 30 por uno o dos; yo ya tenía algunos garrafones de agua listos, me los iba a amarrar al cinturón para que no me pesaran tanto, como ya había cruzado antes, más o menos sabía cómo estaba la cosa, llevaba unos zapatos cómodos para la caminata y una sudadera para el frío. Ese día tampoco pudimos cruzar, pero se nos ordenó estar preparados para salir en cualquier momento.

Al día siguiente, cerca de las seis de la tarde pasaron por nosotros, nos dividieron en dos grupos y nos subieron a unas camionetas; entramos a un camino como de terracería una camioneta tras otra, en silencio tratando de no llamar la atención. Metros más adelante dos vehículos intentaron cerrarnos el paso, pero logramos pasar, lamentablemente no éramos todos, la camioneta que iba detrás de la nuestra sí fue interceptada; nuestro chofer hizo todo lo posible para escapar de ahí; como pudo salió del lugar y se comunicó con otras personas para informar lo sucedido.

Más tarde nos enteramos que una banda del crimen organizado que se dedicaba al robo y secuestro de indocumentados, se había llevado al resto de nuestros compañeros de viaje; nos dijeron que fue una suerte no haber caído en sus garras, pero lamentablemente había quien seguramente la estaba pasando muy mal, y en esos casos solo hay una de dos, o pagan su rescate o los desaparecen. 

Por la noche nos llevaron a otro lugar y nos dejaron descansar; Oswaldo y yo compartimos un cigarrillo después de lo que había pasado; la mayoría de nosotros dormimos, aunque no muy bien, pues teníamos miedo.

Un día después por fin emprendimos el camino por el desierto, parecía que el sueño se iba a cumplir, caminamos por varias horas durante la madrugada, todo iba muy bien, nos ocultábamos como podíamos de los rondines de las autoridades. Oswaldo me seguía siempre, casi no se separaba de mí, cada paso que avanzábamos nos sentíamos más cerca de nuestra meta.
Caminamos y caminamos un rato más y de pronto nos tropezamos con un cuerpo tendido boca abajo; era el cadáver de un migrante como nosotros, alguien que no había tenido buena fortuna y no pudo llegar a la Unión Americana. Esteban hace una pausa, le da un trago a su cerveza, una fumada a su cigarro, sus ojos se llenaron de lágrimas, su hijo y yo lo mirabamos atentos al relato, volvió a tomar aire y siguió con su relato. Fue muy triste ver a ese paisano ahí solo, no sé cómo habrá muerto, tal vez se le acabó el agua o tal vez lo mordió un animal, en el peor de los casos el frío lo mató.

Seguimos nuestro camino sin apartarnos del grupo, mientras avanzaba pensaba en mi familia; las horas pasaron hasta que de pronto nos dimos cuenta que el guía ya no estaba, nunca vimos en qué momento nos había dejado solos, caminamos un rato más sin rumbo. Oswaldo y todos los demás buscamos la forma de seguir adelante, pero era en vano, no sabíamos qué camino seguir, estábamos perdidos a mitad del desierto; pasaron algunas horas más, hasta que optamos por parar.

La mayoría de nosotros decidimos que no queríamos terminar como el migrante que habíamos visto metros atrás, así que la única opción era entregarnos; platicamos entre nosotros como salir de aquella situación, yo llevaba un encendedor, juntamos algunas ramas secas e hicimos fuego; pacientes esperamos a que alguien nos viera.

Y así fue más tarde un helicóptero de la patrulla fronteriza nos encontró, llegaron unas camionetas y nos llevaron a un centro de detención para migrantes, ahí estuvimos unas horas, nos dieron de comer y beber, nos tomaron fotografías, pidieron nuestros datos y nos dejaron hablar con un familiar. 

Al otro día nos repatriaron, nos mandaron en un avión a la Ciudad de México; junto a Oswaldo llegué de nuevo al mismo lugar desde donde partí; lo raro es que al bajar del avión de un momento a otro perdí de vista a mi compañero de viaje. 

Ni siquiera pude despedirme de él, fue algo muy raro, a veces me pregunto si Oswaldo en verdad existió o solo fue producto de mi imaginación, tal vez fue un ángel que me acompañó en mi camino. Incluso en aquella ocasión conté a mis familiares sobre Oswaldo, pero aseguran no haber visto a nadie a mi lado. Han pasado ya algunos años de esa experiencia y aún tengo la espinita clavada, quisiera volver a intentarlo, qué tal si es la buena, sin embargo veo a mi esposa y a mi hijo y lo pienso dos veces; por algo no llegué a los Estados Unidos. 

Terminamos de platicar, ya era un poco tarde, me despedí de Esteban y su familia y me marché a mi casa, mientras caminaba observé a varias personas que cansados volvían de sus trabajos, miré a un niño vendiendo chicles en la calle, jóvenes limpiando parabrisas; un hombre tocando un tambor y su esposa y sus tres hijos pedían una moneda a la gente que iba pasando; tal vez por eso, por la falta de oportunidades, muchos capitalinos igual que Esteban, deciden buscar el sueño americano, que en el mejor de los casos se convierte en una realidad, pero en muchos más de los que nos imaginamos, termina por llevarlos a la muerte.

Me despido de ustedes una vez más desde la CDMX, nos leemos la próxima, recuerden que siempre hay una historia distinta que contar; ¿Quieres que cuente tu historia? Escríbeme a mi correo electrónico elbone089@gmail.com