lunes, 21 de diciembre de 2015

EL MIGRANTE

Carlos tocó a la puerta de mi casa en una fría tarde de lunes; cuando me asomé por la ventana no lo reconocí, tuve que preguntar dos veces para asegurarme quién era y qué quería.

Levantó levemente el rostro y contestó, “soy Carlos, ¿ya no te acuerdas de mí?”, miré a mis padres y les anuncié su llegada. Al abrirle noté las condiciones en las que estaba nuestro amigo. Venía sucio, desaliñado, vestía unos pantalones azules llenos de grasa, como si con ellos hubiese limpiado el piso, traía una sudadera oscura con la capucha puesta, el cabello desarreglado, los zapatos llenos de polvo y lodo, además de un cubrebocas puesto.

Cada que intentaba hablar, la voz se le cortaba y se le iba el aire, seguramente sufría una enfermedad respiratoria. Se sentó, tomó aire y como pudo nos preguntó cómo estábamos. Mis padres le ofrecieron agua y comida, él solo acepto el líquido pues no podía comer por el dolor en la garganta.

Carlos es hijo de un vecino, quien desde corta edad se ha visto inmiscuido en muchos problemas, lo cual lo llevó varias veces a la cárcel. Sentado en el sillón de nuestra sala nos relató su historia, según dijo intentó una vez más cruzar a los Estados Unidos, sin poder lograrlo, fue detenido por la patrulla fronteriza y entregado a las autoridades mexicanas en Tijuana, ahí lo dejaron libre y dos días después intentó cruzar de nuevo, pero no tuvo suerte; pasaron los días que pronto se volvieron meses. 

La necesidad lo hizo trabajar en los cruceros como tragafuegos, ahí conoció a dos jóvenes de origen salvadoreño con los cuales continuó en las calles. Una tarde fueron a comprar cervezas a un OXXO y en poco tiempo se hicieron amigos de la chica que atendía el establecimiento. Una noche la joven fue asesinada, la policía detuvo a los jóvenes extranjeros, pues eran los presuntos responsables de la muerte de la mujer. 

Carlos volvió a quedarse solo en las calles, su única compañía eran las drogas. Mientras nos cuenta la historia se pone cómodo en el sillón y se queda callado como si se aguantara las ganas de llorar, minutos después se quedó dormido, tal vez por el cansancio que se nota en su cara, nosotros permanecimos en silencio, no sabíamos qué hacer y solo nos mirábamos los unos a los otros, hasta que volvió a despertar, tomó más agua y continuó.

“Me tuve que ir de Tijuana, pues no quería que me inculparan también de la muerte de la tendera del OXXO”; los pasos de Carlos lo llevaron al estado de Puebla, ahí siguió trabajando en los cruceros y según nos dijo se gana bien, pues la gente siempre tiene una moneda para ayudar al prójimo. 

En las calles poblanas conoció a una mujer que limpiaba parabrisas en las esquinas y de la que se “enamoró”, con ella comenzó a trabajar duro intentando salir de la pobreza para poder formar una familia; no lo lograron, pues las drogas y el alcohol, sus compañeros de trabajo, no se los permitieron.

Siguieron en las calles de aquí para allá, durmiendo en hoteles y moteles de paso, sin rumbo fijo, hasta que los padres de la joven la internaron en un centro de rehabilitación. Carlos se volvió a quedar solo y se entregó de nuevo a los vicios. 

Según dice, en una ocasión estaba tan alcoholizado que al intentar realizar su acto, no controló la gasolina y el fuego le quemó la cara, se levantó el cubrebocas y nos mostró las huellas del accidente. 

Las lágrimas comenzaron a caer sobre sus mejillas al recordar a su madre recién fallecida y un momento después volvió al relato, “cuando me di cuenta que no tenía nada que hacer en Puebla, decidí regresar al Distrito Federal, ahorré algo de dinero en una mochila y me fui a la terminal, pero en el camino me asaltaron y me quitaron todo. Me tuve que subir al tren de carga a ver si me acercaba, pero me quedé dormido y cuando desperté estaba en Veracruz, así que tuve que regresarme trepado en el ferrocarril y después me vine caminando desde Tultitlán hasta acá”.

Carlos nos mostró algunas piezas de metal que traía en sus bolsillos y que eran parte de la carga del tranvía, luego nos entregó unas imágenes de San Judas Tadeo y del Niño Cieguito; mencionó que quería comprarse unas pastillas de metadona para que le ayudaran a dormir y a desintoxicarse y, de una vez por todas tratar de corregir el rumbo, alejarse del alcohol y las drogas. Se levantó, se despidió de nosotros y siguió su incierto camino. 

Nos leemos la próxima, recuerden que siempre hay una historia distinta que contar; me despido desde la Capital Azteca. ¿Quieres que cuente tu historia? Escríbeme a mi correo electrónico.






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