sábado, 4 de junio de 2016

LA CONFESIÓN DEL ASESINO

Eran casi las cinco de la tarde, había poca gente en la calle —era día de asueto por la celebración del 20 de noviembre—, muchos no fueron a trabajar y mucho menos a clases. Era el último día del famoso buen fin, quienes se habían aventurado a salir, lo hicieron para aprovechar las ofertas y descuentos de último momento.

Yo tenía un fuerte dolor de cabeza, tal vez producto del calor que se había sentido a lo largo del día. Subí a la combi y pacientemente esperé a que se llenara para que comenzara el viaje. Frente a mí se sentó un hombre que traía puesto el uniforme de una refresquera, tenía alrededor de 55 o 60 años, cargaba una mochila, su cabello era abundante y apenas si se le veían las canas; lo acompañaba una mujer más joven que él que con desesperación se comía unas palomitas de maíz.

Ambos intercambiaban palabras, se volteaban a ver y balbuceaban cosas, hasta que algo llamó la atención del sujeto y dijo “¿ya viste?, ese señor ha de estar muerto, no se mueve y no se ve que respire, además lo cubrieron con una sábana”, sin apartar la vista de la ventana seguía hablando “a lo mejor le dio un paro cardiaco”.

Yo no podía ver la escena, me quedaba de espaldas, poco a poco las palabras de hombre hicieron que girara mi torso para intentar ver a lo que se refería. Efectivamente, cuando miré por la ventana vi a alguien tirado boca abajo como si estuviera dormido sobre el pavimento, la zona estaba acordonada, unos botes y unas tiras con la leyenda de peligro impedían ver más de cerca. Lo raro era que no había ni policías, ni curiosos, incluso algunos pasaban como si nada, todo se me hizo sospechoso, voltee varias veces para alcanzar a descubrir qué pasaba.

“Lo han de haber matado, se me hace que van a empezar a matar gente otra vez, pobre señor, seguro era albañil, mira sus botas”, dijo en voz alta mi compañero de combi, lo hacía como para que todos lo escucháramos. Siguió hablando, “recuerdo cuando mataban y descuartizaban gente en esta zona, tiro por viaje había muertos, parece que van a comenzar de nuevo con los asesinatos”.

Después de un minuto se escuchó decir “voy a tener que actuar”, cada que podía alzaba la voz, quería darse a notar, “la otra vez tuve que limpiar la zona, junto con el capitán Vargas y el teniente Aurelio, tendré que volver a juntar a mi escuadrón, pues estos asesinos no merecen la cárcel, merecen la muerte”.

El señor hablaba y hablaba, no paraba de decir cosas, por momentos me miraba fijamente como si me estuviera contando sus planes a mí directamente, yo lo miraba de reojo e intentaba no caer en su juego, pero su tono de voz y su mirada eran amenazantes.

Y seguía “no me gusta que maten gente inocente, por eso es que tengo que actuar, si el capitán Vargas no quiere venir a ayudarme, tendré que ir hasta Tijuana por el Güero, que venga para que juntos limpiemos la zona, no se puede quedar así”.

Se quedaba callado y de la nada salían las palabras de su boca, casi gritando, “así como maté a tantos en el ejército, lo volveré a hacer, tendrán que pagar sus crímenes, no será la primera vez que mato y que me toca limpiar un lugar, así que no me será difícil”.

La combi avanzaba y los pasajeros sin querer teníamos que escuchar al señor, algunos lo miraban sorprendidos, otros se reían de él sin que se diera cuenta, durante todo el viaje siguió contando la manera en cómo había matado tanto a asesinos, como a violadores y a los que él llamaba traidores; yo escuchaba su relato intentando descubrir si todo era una gran mentira o si sus palabras eran ciertas.

En el transporte público de esta ciudad capital hay miles de historias, pero nunca imaginé que un día escucharía la confesión de alguien que asegura haber matado a mucha gente, pues el convencimiento del señor lo hacía parecer real; ese regreso a casa fue algo raro, casi antes de que concluyera mi viaje el hombre volvió a alzar la voz y dijo frente a todos los pasajeros que se declaraba culpable de asesinato.

Tal vez nunca sabré qué pasó con la persona que estaba tirada en la base de las combis, o si los relatos del señor eran reales, lo cierto es que cuando viajas en un transporte público puedes encontrarte con cualquier historia que hasta te hace olvidar el dolor de cabeza.

Nos leemos la próxima, recuerden que siempre hay una historia distinta que contar; me despido desde la Capital Azteca.

¿Quieres que cuente tu historia? Escríbeme a mi correo electrónico elbone089@gmail.com

El autor es reportero, cronista, escritor, especialista en lucha libre y aficionado al futbol.



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